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Visita navideña en pleno verano

Te preguntas exasperada. ¿A quién en su sano juicio se le ocurre pedir un pantalón deportivo blanco para una sola puesta? Y lo que es peor ¿A quién se le ocurre pedir un pantalón deportivo blanco para un adolescente que se arrastra y se tira al piso a la menor provocación?
Te resignas a la tarea y saliendo del trabajo, te adentras en las líneas obscuras y apretujadas del metro para salir a las calles anegadas de Mixcalco para buscar un pantalón como últimamente te gustan las cosas, bueno, bonito y barato.

Ella quiere ponerse espléndida con sus compañeros de trabajo y piensa: ¡Qué mejor lugar para comprar cositas de oficina, que las grandes tiendas papeleras del Centro de la ahora Ciudad de México! Nunca se imaginó que esas grandes tiendas estaban viviendo la cruenta escalada del dólar que en esos días prenavideños, apenas despuntaba hacia una subida sin parada pero que ya se dejaba ver en los estantes vacíos de las grandes cadenas papeleras. Quién diría que por esa circunstancia descubriría la de cosas que se importan en este país.

Te adentras en las calles de San Pablo, tan llenas de ellas y tan vacías ya de pudores, corres por Circunvalación y te das cuenta que algo en ese lugar comienza a darte miedo: ¿Tu uniforme de oficinista, tu prisa por encontrar, tu falta de bolso para no llamar la atención pero lo obvio de las muchas bolsas en las que pusiste un billete aquí, otro acá? No, son los rostros, las caras de angustia de los que quieren barato pero no tienen ni para pagar eso barato, es el ver la pobreza de frente y sin escrúpulos que deambula con ojos de escrutinio no sabes si cuidándose o asechando, son las calles llenas de basura y los pisos cochambrosos, ni qué hablar de las chicas que desde las alturas de unas enormes plataformas, sólo esperan, y esperan, y esperan.

Ella sale desconsolada de la tiendita de suministros, recorre calles, camina lugares que adivina pero no conoce bien y no puede negar su condición de turista pese a vivir tan cerca de la Capital. Observa con ojos de niña en juguetería y se maravilla con construcciones y arquitecturas, admira recintos, planea mentalmente la siguiente visita – encargo – turismo en donde verá cuadros, reliquias, objetos viejos que nos cuentan historias de una ciudad que pese a los conflictos y los apretujamientos, sigue haciendo su magia para propios y extraños. Corre.

Pasado el susto y compradas unas chanclitas para descansar las patas cansadas por los tacones, comienzas a disfrutar de la pobreza, a comprar sin culpa un pantalón de deportes blanco como la nieve que nunca has visto caer, una playera de cuello alto que imaginas le quedará preciosa al jovencito de tus entrañas y de paso adquieres chucherías bara, bara que te hacen sentir dichosa porque no mermaste tu raquítico sueldo y llevas las bolsas casi llenas. Corres.

Llamadas. ¿Dónde estás? ¿Cómo llego? ¿Dónde te veo entonces? Como película absurda ella va y tú vienes, ella cruza y tú te quedas, le mandas mapa, te dice las características del edificio y lo encuentras pero no la encuentras… ¡Pues dónde estás! ¿En dónde estoy? Se encuentran.

Todo se olvida, nos abrazamos como nunca pero nos reconocemos como siempre y las tripas nos crujen y queremos algo rico que nos llene la pancita (así nos hablamos al vernos, como niñas emocionadas y divertidas).

Ahora tu y yo:
Café árabe, bocadillos equivocados pero sustanciosos, no conocías la cafetería y medio te gusta la comida pero el café te gratifica. Yo conocía el lugar y todo me llena la panza y el espíritu.

Pero el hambre todavía te invade, y las ganas de platicar con alguien inteligente me comen y salimos del café y seguimos recorriendo el Centro Histórico y al paso, nos topamos con la puerta de cantina que nos llevará a la “Dimensión Desconocida”. (Perdón el exabrupto, a la distancia creo que eso pasó y se me antoja la referencia).
Pido una cerveza, pides una torta sustanciosa con jugo de naranja y nos descubrimos rodeadas de personajes literarios todos en cuerpos ficticios, con rostros que regresan del pasado y deciden parar en esa cantina pobre pero limpia, de barrio pero bien surtida y lo primero que te digo es:
-¡Mira Bukowsky con una de sus putas tristes! Y pareciera que no es puta, y pareciera que esta vez no está triste… Oh, perdón, el de las putas era Márquez, el de la tristeza sí es Bukowsky.
Sonríes sorprendida y asombrada porque el parecido es impresionante y de reojo volteas y ves a Pappo empinarse una chela y lo gritas ambas sonríen por la sorpresa y un grupo de estudiantes con sweter de rombos y lentes grandes conviven con los albañiles de peto y enharinados y sonríes y te diviertes y ella remata con un -¡Allá Ibargüengoitia disertador! Y te ruborisas y con la pena admites que tendrás que googlear porque no recuerdas y aún ahora a la distancia vuelves a googlear porque sigues sin recordar quién es Ibargüengoitia y terminas explamando: ¡Por supuesto, es él!
Se evapora la chela, se consume la rica torta de no recuerdas qué y la pastorela, y el intercambio de oficina se vuelven nada y las ganas de seguir la fiesta se convierte en todo pero la realidad nos abofetea y tenemos que salir de ese remanso etílico.
Tomamos el metro, nos entristece la pobreza, la basura, los merolicos y los adictos que se suben al metro para mover la compasión por unos pesos y que nos dejan con un tufo a sudor rancio, activo endrogante y desechos humanos.
Nos abrazamos, tu a tu casa de rancho, yo a mi casa de barrio pero ambas con la esperanza de seguir haciendo magia en cada nuevo encuentro.
Pese a todo, amo mi ciudad, pero más amo compartirla con tu grata compañía.

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