Sentada delante de su computadora, por primera vez en la vida se enfrentó a la hoja electrónica en blanco. ¿Sería así al escribir en una vieja máquina de escribir?
Ya se había cansado de teclear y teclear al amor, al desamor, a la soledad, a la esperanza.
¿Por qué todos sus textos tendrían qué girar en torno a una ganancia o una pérdida?
Al amor encontrado que no había podido ser amor.
Al amor perdido que tampoco había sido amor.
Al amor verdadero que por supuesto nunca sería carnal.
Al amor por el simple placer de tenerlo y perderlo.
Al amor cuando es desamor.
Sus historias las vomitaba así, sin pensar, escupiendo letra a letra, palabra por palabra primero sin sentido y después dando poco a poco forma.
Un amigo le comentó en una ocasión. “¿Te digo la verdad? Yo creo que siempre escribes cuando estás borracha.
La risa le dolió hasta las costillas y las lágrimas divertidas se hicieron presentes.
Si él supiera que todos esos textos salían de su mayor sobriedad, la que le daba el pensar y pensar y así quedar embriagada de recuerdos que se volvían deseos y de deseos que todavía no se cumplían.
Quiso escribir a la pasión, al deseo, a esas ganas que la invadían y que aquella mano al final de su brazo acallaba. Pero también recordó que esa, su tan nombrada mano amiga, hacía mucho que no la visitaba porque las ganas se le estaban enfriando.
Fue una idea estúpida al principio; alocada y ridícula según sus propios argumentos; impensable e irrealizable cuando ya tenía el teléfono en las manos pero la llevó a cabo.
Buscó entre los contactos aquél teléfono olvidado. Marcó número a número despacio para no cometer errores y se dio cuenta que la práctica ya no estaba en sus dedos que antes, sin pensar y sin mirar, marcaban ese número tantas veces solicitado. Por supuesto que antes tenía un empleo fijo y tenía ciertos privilegios.
La melodiosa voz le contestó desde el otro lado tan solícita y dispuesta como siempre. Él se sorprendió de la sorpresa y ella se alegró de su alegría.
Se preguntaron por sus vidas, de sus actividades y de lo mucho que se extrañaban. Ella sabía que no era verdad. Él sabía que ella esperaba que él dijera justo eso, que la extrañaba.
Se actualizaron y quedaron de acuerdo en el encuentro.
Él se portó como siempre, como todo un caballero y le revivió las entrañas. Ella sabía que así debería de ser y se dejó querer, consentir. Aspiró su aroma para llevarlo con ella tatuado en la piel y así, abandonó la habitación dejando en la cómoda el precio acordado.
La página dejó de estar en blanco. La inspiración la persiguió por días y semanas y le escribió al amor, a la pasión, a las ganas, al encuentro de las carnes y al romance de mujer que sólo las mujeres han paladeado.
A ese abandonarse en el orgasmo a tal punto de perder el sentido de la vida y regresar de la muerte con las ganas más renovadas.
Escribió de lo bella que era la vida, de lo fuerte que se sentía y de que sabía que era una mujer que se merecía al mejor hombre del mundo.
Después de muchos días, cuando se le agotó la carga de adrenalina, la página volvió a estar en blanco y ya no pudo recargar a su musa.
Aquél hombre, que vivía del amor que le fingía a las mujeres, le había costado el dinero que ganaba en una quincena.
Una sonrisa se asomó a su rostro frente a esa nueva hoja en blanco.
El despilfarro, como en tiempos pasados, había valido la pena.
Una vez más había comprado un poco de inspiración y en el camino, se había sentido medio querida.
Ya se había cansado de teclear y teclear al amor, al desamor, a la soledad, a la esperanza.
¿Por qué todos sus textos tendrían qué girar en torno a una ganancia o una pérdida?
Al amor encontrado que no había podido ser amor.
Al amor perdido que tampoco había sido amor.
Al amor verdadero que por supuesto nunca sería carnal.
Al amor por el simple placer de tenerlo y perderlo.
Al amor cuando es desamor.
Sus historias las vomitaba así, sin pensar, escupiendo letra a letra, palabra por palabra primero sin sentido y después dando poco a poco forma.
Un amigo le comentó en una ocasión. “¿Te digo la verdad? Yo creo que siempre escribes cuando estás borracha.
La risa le dolió hasta las costillas y las lágrimas divertidas se hicieron presentes.
Si él supiera que todos esos textos salían de su mayor sobriedad, la que le daba el pensar y pensar y así quedar embriagada de recuerdos que se volvían deseos y de deseos que todavía no se cumplían.
Quiso escribir a la pasión, al deseo, a esas ganas que la invadían y que aquella mano al final de su brazo acallaba. Pero también recordó que esa, su tan nombrada mano amiga, hacía mucho que no la visitaba porque las ganas se le estaban enfriando.
Fue una idea estúpida al principio; alocada y ridícula según sus propios argumentos; impensable e irrealizable cuando ya tenía el teléfono en las manos pero la llevó a cabo.
Buscó entre los contactos aquél teléfono olvidado. Marcó número a número despacio para no cometer errores y se dio cuenta que la práctica ya no estaba en sus dedos que antes, sin pensar y sin mirar, marcaban ese número tantas veces solicitado. Por supuesto que antes tenía un empleo fijo y tenía ciertos privilegios.
La melodiosa voz le contestó desde el otro lado tan solícita y dispuesta como siempre. Él se sorprendió de la sorpresa y ella se alegró de su alegría.
Se preguntaron por sus vidas, de sus actividades y de lo mucho que se extrañaban. Ella sabía que no era verdad. Él sabía que ella esperaba que él dijera justo eso, que la extrañaba.
Se actualizaron y quedaron de acuerdo en el encuentro.
Él se portó como siempre, como todo un caballero y le revivió las entrañas. Ella sabía que así debería de ser y se dejó querer, consentir. Aspiró su aroma para llevarlo con ella tatuado en la piel y así, abandonó la habitación dejando en la cómoda el precio acordado.
La página dejó de estar en blanco. La inspiración la persiguió por días y semanas y le escribió al amor, a la pasión, a las ganas, al encuentro de las carnes y al romance de mujer que sólo las mujeres han paladeado.
A ese abandonarse en el orgasmo a tal punto de perder el sentido de la vida y regresar de la muerte con las ganas más renovadas.
Escribió de lo bella que era la vida, de lo fuerte que se sentía y de que sabía que era una mujer que se merecía al mejor hombre del mundo.
Después de muchos días, cuando se le agotó la carga de adrenalina, la página volvió a estar en blanco y ya no pudo recargar a su musa.
Aquél hombre, que vivía del amor que le fingía a las mujeres, le había costado el dinero que ganaba en una quincena.
Una sonrisa se asomó a su rostro frente a esa nueva hoja en blanco.
El despilfarro, como en tiempos pasados, había valido la pena.
Una vez más había comprado un poco de inspiración y en el camino, se había sentido medio querida.
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