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Coleccionista

Desde muy joven se distinguió por ser el chavo más popular del colegio. Con sus ojos obscuros, las enormes pestañas negras tupidas, los labios gruesos y mordibles hacía suspirar a las chiquillas de la secundaria en donde se desempeñaba como pésimo estudiante pero como excelente conquistador de corazones.

Y es que físicamente no era una maravilla, delgado, hombros muy angostos y piernas largas que por lo delgadas parecían romperse, pero era su mirada la que las atrapaba y con una sonrisa caían rendidas.

Un día de tantos descubrió a una chiquilla que había pasado inadvertida para sus dotes de conquistador, y no es que no tuviera encantos conquistables. Era una niña común y corriente pero descubrió con sorpresa que su sonrisa era cautivadora. Cuando las miradas se encontraron, el mundo se detuvo a su alrededor.

Los ojos verdes de ella contrastaron con los ojos negros de él. El pasado que ella contaba con aquellas pestañas inmensas y curveadas invitaban sin decirlo a aquellos hoyuelos que él presumía cada que la sonrisa iluminaba todo a su alrededor. En fin, que con una mirada supieron que no podían ser más dos que se encuentran sino dos que se entregan y se vuelven uno.

El romance duró lo que restaba de la secundaria. En la preparatoria no pudieron separarse y siguieron juntos y admirados por todos los que los rodeaban por la hermosa pareja que formaban, pero ya en la carrera el verde de aquellos ojos femeninos se fue convirtiendo de un verde amanecer a un verde bandera por lo sombrío y obscuro.

Quedó cautivada por un profesor inteligente y atento y en su corazón, aquél enamorado de sus años de secundaria se fue opacando porque no era particularmente inteligente y mucho menos atento, había crecido acostumbrado a ser admirado.

Para él fue devastador. En el momento del adiós los ojos obscuros se obscurecieron más y unas enormes ojeras los surcaron.

¿Qué hacer, cómo dejar de sentir ese abandono que lo llenaba ahora? Recordó la enorme lista de niñas que antaño había dejado y utilizado, jugado y sólo utilizado y se arrepintió de todas sus fechorías de sus juveniles años.

Extrañamente su refugio fueron los libros, y aprovechando que estaba inscrito en aquella universidad que compartía con su enamorada, decidió cambiar de carrera para no tenerla cerca, irse por algo más complicado y absorbente y terminó metido en asuntos económicos, computacionales, cursos de estadística y demás materias que le quitaban por completo el tiempo y le quitaban de la mente ese dolor que no lo dejaba dormir.

Los años pasaron, él se hizo hombre y ella, quién sabe qué fue de ella.

Ya instalado como todo un profesionista nada le hacía falta. Era próspero económicamente, un hombre muy inteligente pero sus ojos ya no tenían brillo.

A lo largo de los años tuvo muchas conquistas pero pocos ojos lo conquistaron. Se sintió medio enamorado de un par de castaños amielados; lo cautivaron unos azules aguamarinos que con una caída de pestañas insinuante lo tuvieron, ¿un mes? No más, semi rendido.

Una noche de tantas en que no tenía nada qué hacer y menos qué planear, se aventuró a asistir a una función de teatro independiente en una cafetería-bar que le habían recomendado.

Se instaló en su mesa y las luces se apagaron.

Ella salió a representar el personaje con sus pocas tablas en el teatro. No fue una obra espectacular, tampoco una plataforma al estrellato, pero había algo en ella que invitaba a invitarla.

A él le llamó la atención la plasticidad de los movimientos, el cuerpo que tan bien dominaba y la manera en que con los brazos invitaba al abrazo, y con las manos invitaba a la caricia.

Terminando el espectáculo le invitó un trago y ella, con una sonrisa alegre y juguetona aceptó de inmediato.

Salieron corriendo del café-bar y el presto la llevó a su departamento.

Entrada normal, caricias normal, preliminares normal. Ya instalados en pleno acto y a punto del orgasmo a él se le ocurrió abrir los ojos y por alguna necesidad que nunca había tenido, la urgió a que lo mirara.

Ella, amante complaciente le obsequió su orgasmo con una mirada que lo penetró hasta los huesos y quedó cautivado, enamorado hasta la médula, atrapado por esos ojos que le recordaba la pérdida pero que ahora encontraba por mucho superada.
La transportó a los límites de la muerte un par de ocasiones más y en cada abandono los ojos se encontraban y él se sentía feliz, feliz como nunca lo había sido.

A la mañana siguiente todo volvió a ser lo mismo. El obscurecimiento que surcaba los ojos de aquella chica lo devolvieron a la realidad y ya no volvió a sentir nada por aquella mujer que poco le movía y menos le invitaba a conocerla.

Ahí comenzó su extraña afición.

Primero intentó con sus antiguos amores, mujeres dispuestas a una noche de pasión sin compromiso y sin conocimiento profundo del otro, así es que no había temor de reclamos o demandas.

Y cada noche se repetía la magia, y cada mañana todo volvía a ser lo mismo, mujeres vacías que no le significaban nada y que menos lo movían a más.

Pero en el momento del orgasmo, todas eran diferentes y cada una era única e irrepetible.

La recordaba con los ojos brillantes; a la otra con lágrimas surcando las mejillas; una más tenía una magia tal que de unos ojos marrón sin encanto, pasaba a dos luceros amarillos fulgurantes que le quitaban el aliento.

Los años pasaron y las mujeres también.

Nunca recordó un nombre, un teléfono, un detalle de todas las mujeres que fueron suyas porque al robarles el brillo de los ojos sabía que ya le pertenecían. Con ninguna intercambió ideas, sueños, anhelos. Pocas le movían a repetir el encuentro pero todas habían contribuido a hacerlo feliz, a olvidar ese amor que lo había marcado y a sentir algo muy parecido a la felicidad constante.

Los años siguieron y el hombre se hizo viejo con el paso cruel del tiempo y la enfermedad, esa que era la única capaz de quitarle la felicidad del recuerdo, lo fue atacando implacablemente.

Poco a poco fue perdiendo los recuerdos de todos aquellos ojos que lo habían amado con toda la intensidad del abandono y la entrega cuerpo a cuerpo. Así, sin prisa pero sin pausa también fue perdiendo la imagen de su eterna enamorada y aunado al olvido también su semblante, por muchos años eternizado con una sonrisa constante, se fue volviendo triste, decaído, solitario.

Terminó sus días sin saber quién era él o quiénes habían sido ellas, pero lo más triste, fue que ya nunca más volvió a saber lo que era la felicidad.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
ah! Natalia cruel y desgarradora tu historia pero somo causa y efecto, dejamos ir la felicidad por no saber lo que era, se nos escapa sin querer o sin saber y jamás la recuperamos. y llenamos el vacio con lo más parecido que encontramos.
FF,
Anónimo ha dicho que…
Hummm... mejor no dejar que llegue a convertirse en puro deporte, porque sin ese vértigo del querer, la cosa pierde todo el sentido.

Un placer volver a tus letras duras pero tiernas...

Tu amor del otro lado. Problemas técnicos, carnalita...

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