Al bajar la vista pudo darse cuenta de la larga fila de hormigas que recorría la orilla de la pared.
Se detuvo a observarlas. Le maravilló la organización, la fuerza que desplegaban al cargar un peso mucho mayor que su propio cuerpo.
¡Ah, el peso!
¡Qué no diera en ese momento por ser hormiga! Se sentía tan agotada del cuerpo y desgarrada del alma.
Ahí, en la azotea de su casa siempre se había sentido libre y segura pese a lo peligrosamente bajo de la barda que la rodeaba.
Siguió con la mirada a las hormigas y quiso descubrir la madriguera, pero ya no tenía tiempo. Ya se le había agotado.
Se detuvo frente al lugar en que la barda era todavía más pequeña que el resto; respiró hondo y así, dio el último paso.
El viento violento provocado por el descenso le despeinó la larga cabellera. Un zapato salió volando. La falda se levantó más arriba de la cintura y por absurdo que parezca, pensó en sostenerla para que no se le fueran a ver los calzones.
Tocando el piso ya sólo quedó la nada. Una gran mancha de sangre cubrió la banqueta y el cuerpo entero tomó una forma ridícula, absurda, sin sentido.
Su belleza se había perdido para siempre.
No le hubiera importado el saberlo casado. Tampoco el que en la fiesta de la oficina la humillación fuera mayúscula cuando él, sin miramientos, hizo alarde de todos los sonidos y la de cosas que ella le decía y hacía en la cama. Ese alcoholismo que tantos años le había soportado tampoco fue motivo de decepción y abandono.
Fue el olor. Ese que antes era atrayente y sensual, pero que con el paso del tiempo se fue amargando, agriando.
Antes olía a maderas, a recién bañado, a perfume caro y sensualidad. Era un macho con olores atrayentes y muchas veces descubrió que aun sin usar ningún afeite, el olor persistía. Pero ahora, veinte años después de haberlo conocido ya todo había cambiado. Olía a amargura (amargoso), a hígado deteriorado, a falta de aseo, a boca sarrosa a sudor acumulado de muchos días. Ahora olía a cotidianidad.
Pudo haberle soportado todo, menos que ya no oliera delicioso como acostumbraba.
Cuando la recogió el forense, uno de los médicos pudo apreciar que de ella emanaba un dulce olor a lima.
Se detuvo a observarlas. Le maravilló la organización, la fuerza que desplegaban al cargar un peso mucho mayor que su propio cuerpo.
¡Ah, el peso!
¡Qué no diera en ese momento por ser hormiga! Se sentía tan agotada del cuerpo y desgarrada del alma.
Ahí, en la azotea de su casa siempre se había sentido libre y segura pese a lo peligrosamente bajo de la barda que la rodeaba.
Siguió con la mirada a las hormigas y quiso descubrir la madriguera, pero ya no tenía tiempo. Ya se le había agotado.
Se detuvo frente al lugar en que la barda era todavía más pequeña que el resto; respiró hondo y así, dio el último paso.
El viento violento provocado por el descenso le despeinó la larga cabellera. Un zapato salió volando. La falda se levantó más arriba de la cintura y por absurdo que parezca, pensó en sostenerla para que no se le fueran a ver los calzones.
Tocando el piso ya sólo quedó la nada. Una gran mancha de sangre cubrió la banqueta y el cuerpo entero tomó una forma ridícula, absurda, sin sentido.
Su belleza se había perdido para siempre.
No le hubiera importado el saberlo casado. Tampoco el que en la fiesta de la oficina la humillación fuera mayúscula cuando él, sin miramientos, hizo alarde de todos los sonidos y la de cosas que ella le decía y hacía en la cama. Ese alcoholismo que tantos años le había soportado tampoco fue motivo de decepción y abandono.
Fue el olor. Ese que antes era atrayente y sensual, pero que con el paso del tiempo se fue amargando, agriando.
Antes olía a maderas, a recién bañado, a perfume caro y sensualidad. Era un macho con olores atrayentes y muchas veces descubrió que aun sin usar ningún afeite, el olor persistía. Pero ahora, veinte años después de haberlo conocido ya todo había cambiado. Olía a amargura (amargoso), a hígado deteriorado, a falta de aseo, a boca sarrosa a sudor acumulado de muchos días. Ahora olía a cotidianidad.
Pudo haberle soportado todo, menos que ya no oliera delicioso como acostumbraba.
Cuando la recogió el forense, uno de los médicos pudo apreciar que de ella emanaba un dulce olor a lima.
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