Ella era una mujer solitaria porque la vida y las circunstancias así lo habían querido.
Su historia era como la de muchas otras mujeres y hombres solos que, en un descuido del padre con toda la familia en el auto dio un cabeceo de sueño y ahí quedaron todos muertos. Todos, excepto ella.
Algunos parientes se compadecieron y la adoptaron como sirvienta, pero los pocos años que había vivido en familia le enseñaron que no era esa la manera en la que quería vivir. Le gustaba estudiar, aprender, conocer nuevas cosas y no rasparse manos y rodillas a fuerza de limpieza que ni siquiera era en su propio beneficio.
Siguió siendo empleada domestica por muchos años, pero ya en casas ajenas a la familia porque siempre en familia, los favores se cobran mal y eso cuando se cobran.
Trabajaba y estudiaba. Dormía poco y se preparaba mucho. Cuando por fin tuvo su primer título de Secretaria en la mano, decidió buscar un mejor trabajo.
Tocó varias puertas pero por fortuna no fueron tantas como para perder la esperanza y así, con algunas de las prendas que su patrona orgullosa de verla salir adelante le obsequió para ese nuevo comienzo, se presentó en ese su primero trabajo.
Se destacó por su amabilidad, por ser la que llegaba más temprano y se retiraba más tarde. Sin obligaciones personales ni compromisos externos era la secretaria más eficiente.
Ahí comenzó su carrera y de ahí despuntó muy alto.
Cambió de empleo una, dos, tres, varias veces hasta llegar a ese que ahora disfrutaba en donde se codeaba con jóvenes talentos tan jóvenes como ella pero que ya llevaban sobre los hombros el peso de decisiones que influían no nada más a la institución, también al país.
Pero ninguno de sus compañeros de trabajo era ni prepotente ni pretencioso. Jóvenes sanos que habían aprendido como ella a crecer y a entregarse al trabajo.
De haber estado acostumbrada a usar zapatos de plástico de treinta pesos, ahora se podía dar el lujo de comprar hermosas zapatillas de tacón de tres mil pesos y no porque le gustara el despilfarro, sino porque muchas veces había llorado ante sus viejos zapatos desgastados y rotos y se había prometido nunca más andar descalza.
Por supuesto que los zapatos hacían juego con su ahora madura figura. Tenía poca estatura pero se compensaba con esa delgadez cuidada de quien sabe que la anorexia es una enfermedad. No se mataba con dietas pero sabía lo que le hacía bien a su cuerpo y lo que la dañaba. Algunas veces acudía a un gimnasio para mantenerse en forma y sana y también le daba resultado.
Su cabellera era castaña y abundante y hacía marco a su rostro moreno y con finos rasgos provincianos que extraordinariamente hacían juego con su inteligencia inocente.
Se había vuelto inteligente no por ambición, sino por esa sed que desde siempre había tenido por la vida, por lo que había pasado, por lo que podía predecir y esto la había llevado a volverse una excelente observadora y mejor lectora que actualizaba sus conocimientos y se adentraba en historias contadas por antiguos.
Se vestía no modestamente. Discreta era la palabra adecuada porque si bien era una chica joven, sabía que la locura de los reventones y las fiestas constantes no eran para ella.
En el amor no sabía si había sido afortunada o no. Siendo empleada un par de empleados domésticos como ella se le habían acercado, pero el ojo avisor de su patrona la había prevenido de esos oportunistas.
Y cómo no hacerlo, si el vivir sola le había enseñado que era la única responsable de sus actos pero también de sus fracasos y siempre le quedó claro el querer sacarle jugo a la vida y no tirarla por la borda.
También había tenido un par de novios medio formales pero ya fuera porque nunca tenía tiempo para verlos o porque ellos no querían la formalidad que ella exigía, se alejaban uno tras otro y sus noviazgos duraban muy poco.
Pero en este, su último trabajo las cosas eran diferentes. La camaradería, la convivencia sana y el saberse todos responsables de causas nobles, llenaban la atmósfera de una bondad y una tranquilidad en donde el aprovecharse ellos de ellas y ellas de ellos brillaba por su ausencia, aunque los coqueteos también estaban permitidos estos eran abiertos y honestos.
En este ambiente ella se enamoró perdidamente de uno de sus compañeros pero el afortunado o no se había dado cuenta de nada o no se atrevía a darse cuenta.
Hombre joven como ella, sonriente a más no poder, con un sentido del humor que la hacía llorar de risa cuando hacía sus representaciones características imitando a los otros compañeros e incluso a los jefes. Y los otros, también muertos de risa porque efectivamente se veían reflejados en la actuación (incluso los mismos jefes).
Sus ojos eran obscuros y penetrantes y varias veces los sorprendió observándola detenidamente. Pero en cuanto se cruzaban las miradas, él huía sin decir nada y sin atreverse a hablar sobre ello.
Platicaban mucho. Conversaban de todas esas cosas que les gustaban y en las que coincidían, pero nunca fue más allá de esas conversaciones. Ni una invitación a salir, ni una insinuación indiscreta, ni siquiera el característico intercambio de números telefónicos. Había algo que les impedía traspasar la barrera del simple compañerismo de oficina.
Lo que más le encantaba era ese cabello ensortijado y obscuro que le hacía sombra en el rostro que, por lo afinado y lampiño, se obscurecía dándole un aire de tristeza.
La boca era en extremo delgada y vestía casualmente, sin formalidades, haciendo juego con ese cuerpo bien cuidado que le encantaba resaltar con suaves suéteres ajustados.
Si, lo amaba ¡LO AMABA! Con mayúsculas y minúsculas, con cursivas y a escondidas porque ella, temerosa e insegura como él, tampoco se había atrevido a confesar nada.
Los demás compañeros notaban todo, pero como ninguno se atrevía a ser indiscreto con los demás, todo quedaba en especulaciones y bromas que ambos afrontaban con sonrisas divertidas pero ni siquiera se atrevían a mirarse a la cara cuando eran objeto de las burlas de los demás.
La empresa funcionaba como debía hacerlo, como una maquinaria bien aceitada y cada uno de ellos, los empleados ponían de su parte para que así fuera. Un romance no iba a destruir tanta armonía.
Su jefe también era un pan de Dios, un alma caritativa que se desvivía por todos, sus clientes, sus empleados, porque la nave saliera a flote y todo fuera transparente. Lamentablemente una mala decisión y no financiera sino emocional, lo llevó a involucrarse con una despampanante mujer en suma inteligente pero en igual medida ambiciosa y esa ambición tiró todo por la borda.
Malas compañías, malos manejos, un secreto que a todos tenía inquietos en el despacho. Un día sin más les anunciaron que lo habían baleado.
La mujer inteligente y ambiciosa al momento de conocer la noticia del fallecimiento de su marido, le dio otro giro al negocio.
Todos acudieron al funeral, y la hermosa mujer inteligente y ambiciosa sin más y en medio de una letanía les entregó la lista de los que serían despedidos al siguiente mes.
Muy pocos quedaban intactos y con el jefe tendido delante de ellos, decidieron renunciar todos, el equipo completo.
Le lloraron al jefe y las lágrimas se conjugaron con la tristeza que les daba, no por dejar la compañía, eran todos capaces de recontratarse inmediatamente y eso los tenía sin cuidado. Lo que les dolía era perder a tan buenos y agradables compañeros quienes habían sabido formar un grupo sólido.
No lo pensaron. A uno se le ocurrió que saliendo del funeral se fueran a su casa a ¿festejar? ¡Por qué no! Todos se lo merecían y de cierta manera, lo necesitaban.
Ella sólo atinaba a pensar en que ya no vería nunca más a su amado y él sólo atinaba a mirarla discretamente a distancia sin decir palabra.
Pasaron por provisiones y se enfilaron hacia el departamento de su compañero. Muchas botellas de alcohol y cerveza, unos en un auto, otros en taxi, todos fueron llegando al lugar de reunión.
Ella decidió en ese momento que se divertiría hasta más no poder. Siempre se había caracterizado por ser la más divertida en las fiestas, la que más bailaba, la que contagiaba con su risa divertida y que ayudaba en la organización y en el levantamiento del tiradero, pero no era su fuerte ser de las que más acudía a este tipo de reuniones. Ese día sería el último con sus compañeros, con su amor inalcanzable y eso ameritaba volverse loca un poquito.
Conversaron, discutieron el caso, salieron varias ideas respecto a una empresa propia y eso por supuesto que los animó a todos.
En una de esas escapadas a la cocina para preparar más botana, uno de sus compañeros, de los que más la sacaba a bailar la siguió y sin más le preguntó que qué pasaba con esas miradas indiscretas y de enamorada. Que ya se había dado cuenta de que uno de ellos no le era indiferente y que esa era la última oportunidad que tenía para hacer algo. Por supuesto que se ofreció para ayudarla en la empresa pero no le dijo cómo, nada más le pedía que le confesara si eran verdad sus sospechas.
Ella ya había tomado un par de copas y el saber que ya no lo vería nunca más (bueno, probablemente no tan frecuentemente), la motivó a atreverse a todo. Respiró hondo y mirándose sus caros zapatos que nadie, ningún hombre se había atrevido a quitar le soltó toda la sopa. No hablaron mucho, es más, ella sólo dijo –Sí, me gusta- y nada más. Siguieron preparando las botanas, hablaron de cosas sin importancia y la velada continuó como si nada.
Poco a poco los demás se fueron despidiendo y los más bebidos ya comenzaban a cabecear en los sillones. Quedaban muy pocos cuando una música suave se escuchó en el reproductor de sonido.
Ella estaba sentada muy derechita en su asiento, pensando en el futuro, esperando ya impaciente porque su Cupido no había hecho nada para acercarla a su enamorado, no los había descubierto cuchicheando ni intercambiando miradas cómplices. No se había apartado de la reunión discretamente. No había en los ojos tristes de su amor ningún destello de conocimiento de ese secreto recién confesado.
La música siguió y su amigo, sin más, le ofreció la mano para sacarla a bailar a la ya casi vacía pista-sala-comedor.
Bailaban suavemente pero conservando las distancias reglamentarias entre dos que se quieren como amigos pero se respetan como desconocidos. La llevaba de un lado a otro de la pista con vueltas suaves y pasos rítmicos. Hacían una muy buena pareja de baile.
Entre una vuelta y otra ella observaba a su amor discretamente. El estaba recargado en el ventanal, con un trago en la mano, con su sonrisa un poco mareada y sus hermosos y suaves caireles negros cayendo sobre su rostro. Ese día usaba un suéter afelpado gris pardeado en negro que le quedaba de maravilla, y que le resaltaba su tono pálido.
Pensó que Cupido se había quedado dormido y que la promesa de ayuda se le había olvidado.
No se dio cuenta cómo, pero en una vuelta estratégica ella quedó justo frente a su amado, tan cerca que sólo le bastó a él alargar los brazos y ya la tenía ceñida por la cintura.
El beso llegó naturalmente como si las palabras sobraran a tanta atracción que sentían el uno por el otro. El olor de su loción, la cercanía de los cuerpos. El suéter afelpado y cálido que la invitaba a recostarse en su hombro.
Comenzaron a danzar suavemente, sensualmente. Para ella no pasó desapercibido el tamaño del pene que se restregaba discretamente contra su cuerpo ya ansioso. Sus senos rosaban intensamente ese pecho fuerte y protector que latía aceleradamente bajo el suéter cálido, ahora menos cálido que el cuerpo del chico.
Siguieron besándose con ansiedad, con ternura, con prisa y con calma, apasionados y protectores, amorosos y sedientos de sexo.
Nunca supieron cuándo se apagó la luz, tampoco les interesó mucho el recorrer a tientas el departamento para llegar a la alcoba, los suspiros de pasión y el dolor intenso que ella sintió en su entrepierna en esa primera vez, no fueron impedimento para que continuaran danzando ese ritmo lento que los acercaba y los unía en uno sólo. El amanecer los encontró tan unidos que ya nunca más se pudieron separar.
La empresa, su futuro cercano y sus planes lejanos, los demás compañeros, lo que les esperaba y lo que no querían ya no importaron, sólo sabían que habían sido demasiado tímidos para llegar a ese momento y ahora que ya habían derrotado a la timidez, sabían que ya no podrían separarse nunca más.
Su historia era como la de muchas otras mujeres y hombres solos que, en un descuido del padre con toda la familia en el auto dio un cabeceo de sueño y ahí quedaron todos muertos. Todos, excepto ella.
Algunos parientes se compadecieron y la adoptaron como sirvienta, pero los pocos años que había vivido en familia le enseñaron que no era esa la manera en la que quería vivir. Le gustaba estudiar, aprender, conocer nuevas cosas y no rasparse manos y rodillas a fuerza de limpieza que ni siquiera era en su propio beneficio.
Siguió siendo empleada domestica por muchos años, pero ya en casas ajenas a la familia porque siempre en familia, los favores se cobran mal y eso cuando se cobran.
Trabajaba y estudiaba. Dormía poco y se preparaba mucho. Cuando por fin tuvo su primer título de Secretaria en la mano, decidió buscar un mejor trabajo.
Tocó varias puertas pero por fortuna no fueron tantas como para perder la esperanza y así, con algunas de las prendas que su patrona orgullosa de verla salir adelante le obsequió para ese nuevo comienzo, se presentó en ese su primero trabajo.
Se destacó por su amabilidad, por ser la que llegaba más temprano y se retiraba más tarde. Sin obligaciones personales ni compromisos externos era la secretaria más eficiente.
Ahí comenzó su carrera y de ahí despuntó muy alto.
Cambió de empleo una, dos, tres, varias veces hasta llegar a ese que ahora disfrutaba en donde se codeaba con jóvenes talentos tan jóvenes como ella pero que ya llevaban sobre los hombros el peso de decisiones que influían no nada más a la institución, también al país.
Pero ninguno de sus compañeros de trabajo era ni prepotente ni pretencioso. Jóvenes sanos que habían aprendido como ella a crecer y a entregarse al trabajo.
De haber estado acostumbrada a usar zapatos de plástico de treinta pesos, ahora se podía dar el lujo de comprar hermosas zapatillas de tacón de tres mil pesos y no porque le gustara el despilfarro, sino porque muchas veces había llorado ante sus viejos zapatos desgastados y rotos y se había prometido nunca más andar descalza.
Por supuesto que los zapatos hacían juego con su ahora madura figura. Tenía poca estatura pero se compensaba con esa delgadez cuidada de quien sabe que la anorexia es una enfermedad. No se mataba con dietas pero sabía lo que le hacía bien a su cuerpo y lo que la dañaba. Algunas veces acudía a un gimnasio para mantenerse en forma y sana y también le daba resultado.
Su cabellera era castaña y abundante y hacía marco a su rostro moreno y con finos rasgos provincianos que extraordinariamente hacían juego con su inteligencia inocente.
Se había vuelto inteligente no por ambición, sino por esa sed que desde siempre había tenido por la vida, por lo que había pasado, por lo que podía predecir y esto la había llevado a volverse una excelente observadora y mejor lectora que actualizaba sus conocimientos y se adentraba en historias contadas por antiguos.
Se vestía no modestamente. Discreta era la palabra adecuada porque si bien era una chica joven, sabía que la locura de los reventones y las fiestas constantes no eran para ella.
En el amor no sabía si había sido afortunada o no. Siendo empleada un par de empleados domésticos como ella se le habían acercado, pero el ojo avisor de su patrona la había prevenido de esos oportunistas.
Y cómo no hacerlo, si el vivir sola le había enseñado que era la única responsable de sus actos pero también de sus fracasos y siempre le quedó claro el querer sacarle jugo a la vida y no tirarla por la borda.
También había tenido un par de novios medio formales pero ya fuera porque nunca tenía tiempo para verlos o porque ellos no querían la formalidad que ella exigía, se alejaban uno tras otro y sus noviazgos duraban muy poco.
Pero en este, su último trabajo las cosas eran diferentes. La camaradería, la convivencia sana y el saberse todos responsables de causas nobles, llenaban la atmósfera de una bondad y una tranquilidad en donde el aprovecharse ellos de ellas y ellas de ellos brillaba por su ausencia, aunque los coqueteos también estaban permitidos estos eran abiertos y honestos.
En este ambiente ella se enamoró perdidamente de uno de sus compañeros pero el afortunado o no se había dado cuenta de nada o no se atrevía a darse cuenta.
Hombre joven como ella, sonriente a más no poder, con un sentido del humor que la hacía llorar de risa cuando hacía sus representaciones características imitando a los otros compañeros e incluso a los jefes. Y los otros, también muertos de risa porque efectivamente se veían reflejados en la actuación (incluso los mismos jefes).
Sus ojos eran obscuros y penetrantes y varias veces los sorprendió observándola detenidamente. Pero en cuanto se cruzaban las miradas, él huía sin decir nada y sin atreverse a hablar sobre ello.
Platicaban mucho. Conversaban de todas esas cosas que les gustaban y en las que coincidían, pero nunca fue más allá de esas conversaciones. Ni una invitación a salir, ni una insinuación indiscreta, ni siquiera el característico intercambio de números telefónicos. Había algo que les impedía traspasar la barrera del simple compañerismo de oficina.
Lo que más le encantaba era ese cabello ensortijado y obscuro que le hacía sombra en el rostro que, por lo afinado y lampiño, se obscurecía dándole un aire de tristeza.
La boca era en extremo delgada y vestía casualmente, sin formalidades, haciendo juego con ese cuerpo bien cuidado que le encantaba resaltar con suaves suéteres ajustados.
Si, lo amaba ¡LO AMABA! Con mayúsculas y minúsculas, con cursivas y a escondidas porque ella, temerosa e insegura como él, tampoco se había atrevido a confesar nada.
Los demás compañeros notaban todo, pero como ninguno se atrevía a ser indiscreto con los demás, todo quedaba en especulaciones y bromas que ambos afrontaban con sonrisas divertidas pero ni siquiera se atrevían a mirarse a la cara cuando eran objeto de las burlas de los demás.
La empresa funcionaba como debía hacerlo, como una maquinaria bien aceitada y cada uno de ellos, los empleados ponían de su parte para que así fuera. Un romance no iba a destruir tanta armonía.
Su jefe también era un pan de Dios, un alma caritativa que se desvivía por todos, sus clientes, sus empleados, porque la nave saliera a flote y todo fuera transparente. Lamentablemente una mala decisión y no financiera sino emocional, lo llevó a involucrarse con una despampanante mujer en suma inteligente pero en igual medida ambiciosa y esa ambición tiró todo por la borda.
Malas compañías, malos manejos, un secreto que a todos tenía inquietos en el despacho. Un día sin más les anunciaron que lo habían baleado.
La mujer inteligente y ambiciosa al momento de conocer la noticia del fallecimiento de su marido, le dio otro giro al negocio.
Todos acudieron al funeral, y la hermosa mujer inteligente y ambiciosa sin más y en medio de una letanía les entregó la lista de los que serían despedidos al siguiente mes.
Muy pocos quedaban intactos y con el jefe tendido delante de ellos, decidieron renunciar todos, el equipo completo.
Le lloraron al jefe y las lágrimas se conjugaron con la tristeza que les daba, no por dejar la compañía, eran todos capaces de recontratarse inmediatamente y eso los tenía sin cuidado. Lo que les dolía era perder a tan buenos y agradables compañeros quienes habían sabido formar un grupo sólido.
No lo pensaron. A uno se le ocurrió que saliendo del funeral se fueran a su casa a ¿festejar? ¡Por qué no! Todos se lo merecían y de cierta manera, lo necesitaban.
Ella sólo atinaba a pensar en que ya no vería nunca más a su amado y él sólo atinaba a mirarla discretamente a distancia sin decir palabra.
Pasaron por provisiones y se enfilaron hacia el departamento de su compañero. Muchas botellas de alcohol y cerveza, unos en un auto, otros en taxi, todos fueron llegando al lugar de reunión.
Ella decidió en ese momento que se divertiría hasta más no poder. Siempre se había caracterizado por ser la más divertida en las fiestas, la que más bailaba, la que contagiaba con su risa divertida y que ayudaba en la organización y en el levantamiento del tiradero, pero no era su fuerte ser de las que más acudía a este tipo de reuniones. Ese día sería el último con sus compañeros, con su amor inalcanzable y eso ameritaba volverse loca un poquito.
Conversaron, discutieron el caso, salieron varias ideas respecto a una empresa propia y eso por supuesto que los animó a todos.
En una de esas escapadas a la cocina para preparar más botana, uno de sus compañeros, de los que más la sacaba a bailar la siguió y sin más le preguntó que qué pasaba con esas miradas indiscretas y de enamorada. Que ya se había dado cuenta de que uno de ellos no le era indiferente y que esa era la última oportunidad que tenía para hacer algo. Por supuesto que se ofreció para ayudarla en la empresa pero no le dijo cómo, nada más le pedía que le confesara si eran verdad sus sospechas.
Ella ya había tomado un par de copas y el saber que ya no lo vería nunca más (bueno, probablemente no tan frecuentemente), la motivó a atreverse a todo. Respiró hondo y mirándose sus caros zapatos que nadie, ningún hombre se había atrevido a quitar le soltó toda la sopa. No hablaron mucho, es más, ella sólo dijo –Sí, me gusta- y nada más. Siguieron preparando las botanas, hablaron de cosas sin importancia y la velada continuó como si nada.
Poco a poco los demás se fueron despidiendo y los más bebidos ya comenzaban a cabecear en los sillones. Quedaban muy pocos cuando una música suave se escuchó en el reproductor de sonido.
Ella estaba sentada muy derechita en su asiento, pensando en el futuro, esperando ya impaciente porque su Cupido no había hecho nada para acercarla a su enamorado, no los había descubierto cuchicheando ni intercambiando miradas cómplices. No se había apartado de la reunión discretamente. No había en los ojos tristes de su amor ningún destello de conocimiento de ese secreto recién confesado.
La música siguió y su amigo, sin más, le ofreció la mano para sacarla a bailar a la ya casi vacía pista-sala-comedor.
Bailaban suavemente pero conservando las distancias reglamentarias entre dos que se quieren como amigos pero se respetan como desconocidos. La llevaba de un lado a otro de la pista con vueltas suaves y pasos rítmicos. Hacían una muy buena pareja de baile.
Entre una vuelta y otra ella observaba a su amor discretamente. El estaba recargado en el ventanal, con un trago en la mano, con su sonrisa un poco mareada y sus hermosos y suaves caireles negros cayendo sobre su rostro. Ese día usaba un suéter afelpado gris pardeado en negro que le quedaba de maravilla, y que le resaltaba su tono pálido.
Pensó que Cupido se había quedado dormido y que la promesa de ayuda se le había olvidado.
No se dio cuenta cómo, pero en una vuelta estratégica ella quedó justo frente a su amado, tan cerca que sólo le bastó a él alargar los brazos y ya la tenía ceñida por la cintura.
El beso llegó naturalmente como si las palabras sobraran a tanta atracción que sentían el uno por el otro. El olor de su loción, la cercanía de los cuerpos. El suéter afelpado y cálido que la invitaba a recostarse en su hombro.
Comenzaron a danzar suavemente, sensualmente. Para ella no pasó desapercibido el tamaño del pene que se restregaba discretamente contra su cuerpo ya ansioso. Sus senos rosaban intensamente ese pecho fuerte y protector que latía aceleradamente bajo el suéter cálido, ahora menos cálido que el cuerpo del chico.
Siguieron besándose con ansiedad, con ternura, con prisa y con calma, apasionados y protectores, amorosos y sedientos de sexo.
Nunca supieron cuándo se apagó la luz, tampoco les interesó mucho el recorrer a tientas el departamento para llegar a la alcoba, los suspiros de pasión y el dolor intenso que ella sintió en su entrepierna en esa primera vez, no fueron impedimento para que continuaran danzando ese ritmo lento que los acercaba y los unía en uno sólo. El amanecer los encontró tan unidos que ya nunca más se pudieron separar.
La empresa, su futuro cercano y sus planes lejanos, los demás compañeros, lo que les esperaba y lo que no querían ya no importaron, sólo sabían que habían sido demasiado tímidos para llegar a ese momento y ahora que ya habían derrotado a la timidez, sabían que ya no podrían separarse nunca más.
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