Primer acercamiento
-¿Vas a la reunión?
-¿Dónde va a ser?
-Todavía no sabemos
-¿Y quién va a ir?
-Los de siempre.
-¡Va, si voy!
Ella se arregló con esmero pero sin exageraciones. Seguía extrañándole el que la aceptaran en el grupo del reventón, la fiesta constante, las ganas de descargar tensiones y ese vivir acelerado y sin freno de los trabajadores de oficina, pero al parecer y pese a su apariencia de chica seria y más bien conservadora, siempre la invitaban. A la hora pactada todos apretados en los automóviles tomaron rumbo a la cantina de moda.
La cerveza corrió a raudales, ella más bien recatada en ese aspecto, apenas iba en la segunda cuando ya la mayoría de los compañeros y compañeras habían dejado la inhibición y la pena tirados por el piso.
De repente él la invitó a la pista. Era una pieza suave, de esas que se pueden bailar cada uno por su lado rítmicamente o quitarse los prejuicios y abrazarse estrechamente y sin miramientos.
Hablaron. Por increíble que parezca y pese a la música estridente el diálogo se tornó fluido y con sentido.
Ella estaba tan distraída y tan realmente a gusto bailando con él que no se dio cuenta en qué momento, él le agarró la nalga.
El estaban tan excitado por haber cumplido el sueño de tenerla en sus brazos que aprovechó la primera oportunidad para bajar la mano.
Ella pensó. -Me está agarrando la nalga. ¡Me está agarrando la nalga! ¿Qué hago? Me siento bien la verdad, me gusta, él me gusta pero no se. ¿Qué van a pensar de mí? Aunque nadie se ha dado cuenta, supongo.
El pensó.- ¡Esto está chido!
Cada vez platicaban más cerca. Ella sintió el aliento al oído y el sudor llegó a su nuca, las piernas se ponían débiles y el corazón latía aceleradamente.
El aprovechó el sonido alto para arrimarle el cuerpo y sentir las turgencias cercanas a sus ganas que ya se delataban.
La música cesó y la magia terminó. Regresaron a la mesa excitados pero algo rompió el encanto. La música se puso más acelerada, los amigos iniciaron las pláticas, las bromas y los comentarios en conjunto y ya no pudieron tener otro momento a solas. Ni siquiera se atrevían a mirarse y mucho menos a continuar la plática porque ya eran requeridos por uno o por otro de los compañeros.
Por pena o por miedo, por nervios o porque no sabían qué hacer o cómo hacerlo sin levantar sospechas esa noche terminó con un “Buenas noches” frío y sin compromisos. Aunque cada uno por su lado se quedó con parte de la esencia del otro, eran unas ganas tan fuertes y al mismo tiempo tan absurdas, que ambos decidieron, sin ponerse de acuerdo, simplemente dejarlo pasar.
Segundo acercamiento
Después de esa salida llegaron muchos días que bien se podrían nombrarse como “Sin novedad en el frente”. Pareciera que ambos querían olvidar lo vivido o lo achacaban al alcohol o simplemente no sabían qué hacer con tanta pasión reprimida o cómo hacerle para expresarla.
Él pensaba: Es que la vieja está bien buena y me gusta un buen.
Ella pensaba: No quiero enamorarme pero es un niño muy lindo.
Pero ambos disimulaban muy bien sus pensamientos y se trataban como siempre, únicamente lo estrictamente necesario y sacando el trabajo en tiempo y en forma, como lo requería el engranaje de la empresa.
Por supuesto nadie imaginaba nada, no se daban cuenta de nada y menos había material para sospechosismos. Eran tan distantes que no se delataban.
Ese día la lluvia llegó de repente. Todos estaban ya instalados en el reloj chocador cuando los sorprendieron las primeras gotas y salieron despavoridos a alcanzar el transporte y no mojarse.
El se distrajo al buscar el estuche de sus anteojos. Ella llegó al final de la fila y fue la última en registrar la salida.
Cuando coincidieron en la puerta ya todos se habían ido y la lluvia se había vuelto diluvio. No tuvieron más remedio que esperar a que pasara.
Hablaron porque se conocían, porque tenían qué hacerlo o porque era eso o el aburrimiento y así transcurrieron las horas.
La noche había caído, ella llamó a sus padres avisando que estaba atorada por el gran aguacero y que en cuanto pasara tomaría un taxi. El vivía a unas cuantas calles de ahí en un pequeño cuarto pero no quería mojarse porque acababa de salir de un fuerte resfriado y era peligroso exponerse.
La lluvia paró un poco y ambos corrieron en la misma dirección, ella para llegar a la base de taxis, él rumbo a su departamento. Justo al llegar a la esquina para cruzar la calle, un auto a gran velocidad los empapó y entre el espanto, el coraje y la pena se quedaron paralizados.
Él la tomó de la mano y la llevó corriendo a su departamento, ella se dejó llevar sin pensar en otra cosa que secarse la humedad.
Entraron rápidamente y ya dentro los nervios los invadieron.
Él estaba excitado, ella nerviosa y emocionada pero algo los contuvo. No pudieron abrazarse, no pudieron besarse, ni siquiera pudieron mirarse a los ojos. Por alguna extraña razón y en ese sin sentido de estar por fin lejos de las miradas curiosas y con todas las condiciones para quitarse las ropas sólo atinaron a sentirse apenados, nerviosos, inhibidos.
Él le ofreció una toalla y una chamarra para que se quitara el saco mojado. Ella sólo atinaba a mirar al piso, sonreír nerviosa y contestar a todo diciendo gracias.
La lluvia pasó y salieron. El taxi ya la estaba esperando y una vez más con un amable gracias y buenas noches se despidieron.
Ambos se preguntaban lo mismo ¿Qué pasó? Pero ninguno había tenido las agallas de dar respuesta al miedo que les dio el sentirse por fin dispuestos a dar el siguiente paso. El se lamentaba y se reclamaba el no haberse atrevido siquiera a besarla, ella se repetía una y otra vez que eso había sido lo mejor, que probablemente no podrían llegar a algo serio, en fin, ambos tenían ideas justificatorias para miedo.
Tercer acercamiento.
Las cosas ya no volvieron a ser iguales entre ellos. En la oficina si antes se hablaban poco ahora el trato era más bien frío, indiferente y en algunas ocasiones incluso violento. Por supuesto que la gente comenzó a darse cuenta. Sobre todo porque habían llegado incluso a ser hostiles el uno con el otro. ¿Frustración, culpa, miedo? Ninguno de los dos entendía y mucho menos se atrevía a cuestionar al otro pero toda esa frustración se reflejaba en el trabajo y todos los días discutían por algo, se reclamaban envíos a destiempo, incluso llegaron un par de veces a pelear abiertamente respecto a un asunto sin importancia delante de todos sin miramientos ni contemplaciones.
Era ya tal la tensión entre ellos que el jefe del departamento, observándolos discutir, decidió enviarlos a uno de esos cursos de integración que abundan en todas las empresas y que llevan los conflictos a terrenos más neutrales y menos tensos y así, pueden ayudar a que las personas se aclimaten y no se aclimueran en el intento por defender sus posturas.
Pero he ahí que el curso en cuestión era, si bien a pocos kilómetros de la ciudad, en un punto en donde todo se prestaba a la relajación y la intimidad lejos de las miradas de todos los compañeros y en un ambiente agradable y de confort como se acostumbra en esos cursos de integración.
Y no es que al jefe le interesara mucho que ellos fueran, un chico agradable y una chica casadera, o que el lugar se prestara para otro tipo de acercamientos, más bien ya estaba cansado de estar presenciando tantos conflictos y sobre todo, que había tenido qué intervenir en varios y lo que más le molestaba era tener qué darle la razón a uno o a otra siendo que ambos estaban discutiendo por pequeñeces.
¿Qué harían ahí? ¿Cómo se desempeñarían con tanta tentación a su disposición?
Nadie lo supo, nadie en la oficina sospechó o se atrevió a imaginar qué pasó en esa salida pero las cosas entre ellos mejoraron enormemente y todos lo atribuyeron al excelente sistema de integración del instructor – capacitador – psicólogo y casi amigo que la empresa tenía a su disposición para esos fines.
Ya no volvieron a discutir frente a los compañeros pero lo que fue más extraño, ya no volvieron a cursar más que palabras entrecortadas y sólo las suficientes para entenderse y resolver las cuestiones indispensables para sacar el trabajo.
Nadie, ni siquiera los jefes inmediatos, se dieron cuenta que ahora trabajaban casi adivinándose y que por ello ya no necesitaban ni siquiera comunicarse.
-¿Vas a la reunión?
-¿Dónde va a ser?
-Todavía no sabemos
-¿Y quién va a ir?
-Los de siempre.
-¡Va, si voy!
Ella se arregló con esmero pero sin exageraciones. Seguía extrañándole el que la aceptaran en el grupo del reventón, la fiesta constante, las ganas de descargar tensiones y ese vivir acelerado y sin freno de los trabajadores de oficina, pero al parecer y pese a su apariencia de chica seria y más bien conservadora, siempre la invitaban. A la hora pactada todos apretados en los automóviles tomaron rumbo a la cantina de moda.
La cerveza corrió a raudales, ella más bien recatada en ese aspecto, apenas iba en la segunda cuando ya la mayoría de los compañeros y compañeras habían dejado la inhibición y la pena tirados por el piso.
De repente él la invitó a la pista. Era una pieza suave, de esas que se pueden bailar cada uno por su lado rítmicamente o quitarse los prejuicios y abrazarse estrechamente y sin miramientos.
Hablaron. Por increíble que parezca y pese a la música estridente el diálogo se tornó fluido y con sentido.
Ella estaba tan distraída y tan realmente a gusto bailando con él que no se dio cuenta en qué momento, él le agarró la nalga.
El estaban tan excitado por haber cumplido el sueño de tenerla en sus brazos que aprovechó la primera oportunidad para bajar la mano.
Ella pensó. -Me está agarrando la nalga. ¡Me está agarrando la nalga! ¿Qué hago? Me siento bien la verdad, me gusta, él me gusta pero no se. ¿Qué van a pensar de mí? Aunque nadie se ha dado cuenta, supongo.
El pensó.- ¡Esto está chido!
Cada vez platicaban más cerca. Ella sintió el aliento al oído y el sudor llegó a su nuca, las piernas se ponían débiles y el corazón latía aceleradamente.
El aprovechó el sonido alto para arrimarle el cuerpo y sentir las turgencias cercanas a sus ganas que ya se delataban.
La música cesó y la magia terminó. Regresaron a la mesa excitados pero algo rompió el encanto. La música se puso más acelerada, los amigos iniciaron las pláticas, las bromas y los comentarios en conjunto y ya no pudieron tener otro momento a solas. Ni siquiera se atrevían a mirarse y mucho menos a continuar la plática porque ya eran requeridos por uno o por otro de los compañeros.
Por pena o por miedo, por nervios o porque no sabían qué hacer o cómo hacerlo sin levantar sospechas esa noche terminó con un “Buenas noches” frío y sin compromisos. Aunque cada uno por su lado se quedó con parte de la esencia del otro, eran unas ganas tan fuertes y al mismo tiempo tan absurdas, que ambos decidieron, sin ponerse de acuerdo, simplemente dejarlo pasar.
Segundo acercamiento
Después de esa salida llegaron muchos días que bien se podrían nombrarse como “Sin novedad en el frente”. Pareciera que ambos querían olvidar lo vivido o lo achacaban al alcohol o simplemente no sabían qué hacer con tanta pasión reprimida o cómo hacerle para expresarla.
Él pensaba: Es que la vieja está bien buena y me gusta un buen.
Ella pensaba: No quiero enamorarme pero es un niño muy lindo.
Pero ambos disimulaban muy bien sus pensamientos y se trataban como siempre, únicamente lo estrictamente necesario y sacando el trabajo en tiempo y en forma, como lo requería el engranaje de la empresa.
Por supuesto nadie imaginaba nada, no se daban cuenta de nada y menos había material para sospechosismos. Eran tan distantes que no se delataban.
Ese día la lluvia llegó de repente. Todos estaban ya instalados en el reloj chocador cuando los sorprendieron las primeras gotas y salieron despavoridos a alcanzar el transporte y no mojarse.
El se distrajo al buscar el estuche de sus anteojos. Ella llegó al final de la fila y fue la última en registrar la salida.
Cuando coincidieron en la puerta ya todos se habían ido y la lluvia se había vuelto diluvio. No tuvieron más remedio que esperar a que pasara.
Hablaron porque se conocían, porque tenían qué hacerlo o porque era eso o el aburrimiento y así transcurrieron las horas.
La noche había caído, ella llamó a sus padres avisando que estaba atorada por el gran aguacero y que en cuanto pasara tomaría un taxi. El vivía a unas cuantas calles de ahí en un pequeño cuarto pero no quería mojarse porque acababa de salir de un fuerte resfriado y era peligroso exponerse.
La lluvia paró un poco y ambos corrieron en la misma dirección, ella para llegar a la base de taxis, él rumbo a su departamento. Justo al llegar a la esquina para cruzar la calle, un auto a gran velocidad los empapó y entre el espanto, el coraje y la pena se quedaron paralizados.
Él la tomó de la mano y la llevó corriendo a su departamento, ella se dejó llevar sin pensar en otra cosa que secarse la humedad.
Entraron rápidamente y ya dentro los nervios los invadieron.
Él estaba excitado, ella nerviosa y emocionada pero algo los contuvo. No pudieron abrazarse, no pudieron besarse, ni siquiera pudieron mirarse a los ojos. Por alguna extraña razón y en ese sin sentido de estar por fin lejos de las miradas curiosas y con todas las condiciones para quitarse las ropas sólo atinaron a sentirse apenados, nerviosos, inhibidos.
Él le ofreció una toalla y una chamarra para que se quitara el saco mojado. Ella sólo atinaba a mirar al piso, sonreír nerviosa y contestar a todo diciendo gracias.
La lluvia pasó y salieron. El taxi ya la estaba esperando y una vez más con un amable gracias y buenas noches se despidieron.
Ambos se preguntaban lo mismo ¿Qué pasó? Pero ninguno había tenido las agallas de dar respuesta al miedo que les dio el sentirse por fin dispuestos a dar el siguiente paso. El se lamentaba y se reclamaba el no haberse atrevido siquiera a besarla, ella se repetía una y otra vez que eso había sido lo mejor, que probablemente no podrían llegar a algo serio, en fin, ambos tenían ideas justificatorias para miedo.
Tercer acercamiento.
Las cosas ya no volvieron a ser iguales entre ellos. En la oficina si antes se hablaban poco ahora el trato era más bien frío, indiferente y en algunas ocasiones incluso violento. Por supuesto que la gente comenzó a darse cuenta. Sobre todo porque habían llegado incluso a ser hostiles el uno con el otro. ¿Frustración, culpa, miedo? Ninguno de los dos entendía y mucho menos se atrevía a cuestionar al otro pero toda esa frustración se reflejaba en el trabajo y todos los días discutían por algo, se reclamaban envíos a destiempo, incluso llegaron un par de veces a pelear abiertamente respecto a un asunto sin importancia delante de todos sin miramientos ni contemplaciones.
Era ya tal la tensión entre ellos que el jefe del departamento, observándolos discutir, decidió enviarlos a uno de esos cursos de integración que abundan en todas las empresas y que llevan los conflictos a terrenos más neutrales y menos tensos y así, pueden ayudar a que las personas se aclimaten y no se aclimueran en el intento por defender sus posturas.
Pero he ahí que el curso en cuestión era, si bien a pocos kilómetros de la ciudad, en un punto en donde todo se prestaba a la relajación y la intimidad lejos de las miradas de todos los compañeros y en un ambiente agradable y de confort como se acostumbra en esos cursos de integración.
Y no es que al jefe le interesara mucho que ellos fueran, un chico agradable y una chica casadera, o que el lugar se prestara para otro tipo de acercamientos, más bien ya estaba cansado de estar presenciando tantos conflictos y sobre todo, que había tenido qué intervenir en varios y lo que más le molestaba era tener qué darle la razón a uno o a otra siendo que ambos estaban discutiendo por pequeñeces.
¿Qué harían ahí? ¿Cómo se desempeñarían con tanta tentación a su disposición?
Nadie lo supo, nadie en la oficina sospechó o se atrevió a imaginar qué pasó en esa salida pero las cosas entre ellos mejoraron enormemente y todos lo atribuyeron al excelente sistema de integración del instructor – capacitador – psicólogo y casi amigo que la empresa tenía a su disposición para esos fines.
Ya no volvieron a discutir frente a los compañeros pero lo que fue más extraño, ya no volvieron a cursar más que palabras entrecortadas y sólo las suficientes para entenderse y resolver las cuestiones indispensables para sacar el trabajo.
Nadie, ni siquiera los jefes inmediatos, se dieron cuenta que ahora trabajaban casi adivinándose y que por ello ya no necesitaban ni siquiera comunicarse.
Comentarios
No sé: fin de la intriga. Jajajaja.
Extrañaba tu prosa familiar y cercana y al tiempo tan honda y tan verdad. Supongo que dirás mentiras como todo el mundo (son necesarias...) pero tus verdades tienen un brillo tan especial...
El gallego (de Galicia) que volvió.
Un beso.