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Sueño

Hola, ¿Cómo estás? Yo muy bien no me puedo quejar. Nuestros hijos cada día más grandes y más independientes y por supuesto, a veces me hacen sentir abandonada.
Pero no es reclamo. ¿Te acuerdas que siempre decíamos que mientras más lejos mejor? Y mira que lo han cumplido pero no me incomoda, al contrario, si los tuviera aquí todos los días y a todas horas me sentiría asfixiada.
Siempre me preguntan por ti pero más me preguntan qué siento, si no te extraño, si ya lo he superado. Ellos lo saben y no puedo engañarlos. ¡Te sigo extrañando!

Y bien sabes que es verdad porque entre nosotros nunca hubo mentiras ni en aquella ocasión en que te acostaste con Carolina. ¡Qué papelón hicimos los dos! ¿No crees? Ella como buena amiga llamándome para confesarme TODA LA VERDAD, y yo como mejor esposa contestándole que estaba enterada de todo y que tenías mi aprobación para hacerlo. ¡Qué ridícula se puso su cara cuando nos vio juntos en la fiesta! La gente no está acostumbrada a esas cosas, a la verdad, al entendimiento entre adultos.

Y ahora lo que más me hace falta de ti son esas noches maravillosas e interminables que vivíamos desde que estaban los niño pequeños y todavía ya de mayores. Éramos incorregibles. No se, siempre pensé que nuestra química sería irrompible y ya ves, se vino a romper por lo más frágil.

Recuerdo nuestra última noche de pasión, la casa vacía con los críos de reventón, tú y yo llenos de energía, de vitalidad aunque ya los años eran muchos. El vino no se hizo esperar y me llevaste a la habitación de la mano con esos ojos pícaros que siempre te caracterizaban.
Ya en la alcoba, no parabas de decirme: -Gracias, gracias por hacerme tan feliz- y en ese agradecimiento compartido las ganas nos fueron inundando.
Es curioso cómo pese a los años el sexo era para nosotros el descubrimiento en el encuentro, las ganas de la pasión desenfrenada, el deseo de que me penetraras y de entregarte mi humedad hasta que el cansancio se apoderara de nuestras entrañas y afortunadamente, el cansancio siempre se tardaba en llegar.
¿Acaso ya presentíamos algo? ¿Era que nuestros cuerpos excitados y calientes sabían que la frialdad llegaría en algún momento?
No lo se y aún ahora me lo sigo preguntando y como respuesta sólo encuentro este silencio que ahora ya se ha hecho costumbre.

Ese día como muchos otros me llevaste a los multiorgasmos un número tan infinito de veces que ¿Te acuerdas? Te dije entre risas estúpidas y con apenas un poco de conciencia que habías logrado que pasara de multiorgásmica a infinitorgásmica. Y no te podrás quejar, agradeciendo como siempre lo hacía de manera entregada tu bonhomía y volviéndome literalmente tu esclava, te devolví el favor con una enorme cantidad de orgasmos llenos de succiones, de penetraciones, de frotamientos por toda tu anatomía y dejando que todo tú te regodearas en mis formas y mis profundidades. Te dejé invadir todos los recintos en donde tu caprichoso pene tuviera deseos de coexistir.
Esa noche fue simplemente maravillosa, tan llena de magia que pese al tiempo que ha transcurrido, aun la recuerdo y la remembranza me llena de humedades y las humedades me hacen desearte y el deseo trae al manoseo y el manoseo lleva al orgasmo. Pero nunca en solitario es tan placentero como cuando tú y yo así, con todas sus letras, cogíamos.

Creo que siempre fui feliz siendo tu esposa, y creo que tu también compartías el sentimiento, pero cuando hacíamos el amor, cuando cogíamos era tal la entrega que poníamos a este darnos placer y tantas las ganas que tenía cada uno de llevar al otro al orgasmo que nos perdíamos en nuestras propias ganas y disfrutábamos tanto de ver gozar al otro que se volvía infinito.

Te gustaba penetrarme, me gustaba lengüetearte. Tus escupitajos me bañaban tanto y tan profundo y era tal la lluvia que regalaba a tu entrepierna en cada corrida que hacíamos un concierto y una euforia cada que las acometidas terminaban en éxtasis.
Nunca parábamos, no teníamos fin, hasta que nos llegó el fin.

De la nada te fuiste poniendo mal. Exámenes, consultas, diagnósticos errados y otros acertados a medias nos llevaron de un médico a otro, de un especialista al siguiente charlatán, de una esperanza a otra desilusión y así, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué te mató, un día se apagó tu luz.

Moriste en mis brazos tal como lo prometiste, amándome hasta la muerte y sin retorno.


Juan se despertó como siempre sudando. Ese sueño era tan recurrente, tan real que al principio la excitación hacía que el pene le doliera y después lo invadía la angustia, la tristeza inmensa, incluso la opresión de la despedida siempre lo invadía y la respiración agitada lo sofocaba.

Al despertar desconocía su propia cama, la habitación le parecía pequeña y era tal el sentimiento de pérdida que su corazón poco a poco se encogía y parecía desaparecer entre su pecho y los sollozos no tardaban en llegar.

Ese perfume ¡Su perfume! ¿Quién era esa mujer que con tanta insistencia soñaba? Terminaba odiando su cama y maldiciendo los sueños porque ya llevaba mucho tiempo, exactamente desde que se había cambiado a ese departamento que soñaba frecuentemente la misma historia.
Esperó el amanecer, se preparó para la ardua labor de todos los días y con ese sentimiento de soledad abandonó su departamento, único testigo de esas noches en que el mismo sueño se repetía.

Por supuesto Juan no era una persona amistosa y mucho menos agradable. Salía corriendo y de malas a su trabajo y en esos siete meses que llevaba habitando el condominio, apenas había cruzado un par de palabras con sus vecinos.

Mientras tanto Doña Esperancita, la hermosa anciana que vivía a unas cuantas puertas de la suya, aprisionaba el viejo retrato de su amado esposo.
Tenía el ritual de que cada que el recuerdo llegaba a trastornarla, dedicaba la noche entera a llenarse de sombras y revivir cada detalle de los encuentros amorosos que había tenido con su eterno enamorado, su esposo.
Era una manera de no sentirse sola y de no matar el recuerdo.
Lo que Doña Esperancita no sabía es que era tal el deseo y las ganas que ella y su esposo vivían en cada encuentro espectral, que estas traspasaban el tiempo y la distancia y se iban a instalar justamente en los sueños de Juan, simple mortal que a los cuarenta y ocho años de su vida, no había conocido todavía el verdadero amor, sólo en esos sueños que no eran propios, eran prestados.

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