Observó sus manos arrugadas descansando en su regazo. Cada arruga le trajo un recuerdo, un recuento de vida, una historia pasada.
Las giró poco a poco y entre tanto escrutinio encontró aquellas marcas que nunca se borraron.
Cicatrices lejanas de cuando era joven, de ese tiempo en que ella, su mujer, sólo servía para nada.
Entre esas pequeñas cicatrices, imaginó encontrar aun rastros de sangre de la que fue su esposa y recordó vívidamente cada una de las golpizas que le fue propinando a lo largo del matrimonio. El llanto anegó sus ojos.
Entre sollozos le pidió perdón a aquella que le aguantó tanto y tan poco por tan joven que había muerto.
Cuando dio ese último aliento de vida entre lágrimas, ella lo había por fin perdonado.
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