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La tierra prometida


Su cara reflejaba toda la tristeza y desesperanza que había acumulado en ese cansado cuerpo a lo largo del día, ese cansancio y esa tristeza lo orillaron a tomar tan drástica decisión.
Entró a la casa y con el poco aliento que le quedaba le soltó la propuesta a su esposa, más como una orden que como un tema a discutir.

-¡Ya no podemos seguir aquí, NOS VAMOS!-

Los ojos de ella se rasaron, su cuerpo perdió el escaso peso que le quedaba y poco a poco cayó sentada sobre el viejo catre que rechinó tan lastimeramente como la mirada de ambos.

-¿Estás seguro? ¡Yo no se si llegue!-
-¿Y ya qué perdemos? Yo prefiero morir en el intento que quedarme aquí sentado esperando la muerte, pero sabes que te quiero y no me quiero ir solo, no podría hacerlo. ¡Ya lo hemos intentado todo!-

Y era más que la verdad. Sólo Dios sabía cuanto habían hecho por salir adelante de esa terrible pobreza; las grandes y pequeñas empresas que habían emprendido para tener un pan que llevarse a la boca.

Ya nada los ataba a ese lugar, ni las viejas y secas hectáreas de tierra que de tanto uso ya sólo daban lástima. ¿Hijos? Ese ya era un caso perdido, y ellos ya ni le preocupaban al caso.

De verdad lo habían intentado todo. Ella, lavar, planchar ajeno, bordar, vender tortillas hechas a mano. Solo salían unos cuantos pesos que se iban como agua y estaba tan cansada de tanto trabajar, eso sin contar que la mayoría de sus clientas asiduas, o también habían emigrado, o muchas de ellas ya tenían lavadora, máquina de coser; ya ni la plancha dejaba porque muchas de ellas, las que vivían en la ciudad, ya tenían incluso muchacha fija.

El por su parte también había hecho de todo. Albañil, agricultor de su parcela, cargador, infinidad de labores que le fueron quitando poco a poco las fuerzas del cuerpo y las ganas de todo.

-¿Y qué vamos a hacer allá tan lejos?-
-Lo que hacen todos ¡hacer dólares!-

Lo miró con sus ojos de ahora, los que desde hacía mucho a él le partían el alma cada que se atrevía a mirarla de frente cuando las cosas así lo ameritaban, ojos de una infinita tristeza combinada con un inmenso amor y resignación ante las circunstancias porque ella era una mujer de antes, de las que aceptaba lo que viviera y siempre al lado de su marido porque así debía de ser.

Qué curioso. Él creía que ella no se había dado cuenta que ya no la miraba a los ojos. Ella sabía y además entendía por qué ya no lo hacía. La primera vez fue cuando llegó con su primer cargamento de ropa para lavar.

Pero se amaban, siempre lo habían hecho. Ellos no se casaron por compromiso o consigna de sus padres. Aunque así se acostumbraba tuvieron la oportunidad de decidir y amarse desde el primero momento en que se descubrieron uno al otro, se gustaron, se quisieron, se ilusionaron y decidieron casarse.

Cuando llegaron a ese su hogar para ambos era hermoso porque lo veían con los ojos llenos de ilusiones, con la esperanza a flor de piel, con las ganas de no dejarse nunca y vivir hasta que la muerte los separara, qué importaba que fuera pequeño, apenas una cabaña, no les preocupó lo lejano que estaba de la ciudad, así estarían más tiempo solos para disfrutar de su amor, y para qué querían luz eléctrica, agua potable, la oscuridad de la cabaña los invitaba a amarse de día y de noche y lo lejano del pozo a salir tomados de la mano a disfrutar de su paraíso.

Ambos se sorprendieron por lo que estaban evocando, era una rara cualidad que habían adquirido, ya no sólo compartían momentos, palabras, amor, ahora también podía compartir recuerdos sin siquiera abrir la boca para decir lo que estaban pensando, sólo era necesario mirarse a los ojos, pero como ya no lo hacían tan frecuentemente, llegaron a la conclusión de que la pobreza también les estaba quitando sus recuerdos y las ganas de amarse.

Ella sacó la única sábana buena que conservaba de sus regalos de bodas, guardó la poca ropa que ya les quedaba, unas cuantas tortillas y frijoles que habían sobrado de la comida, amarró el itacate y se lo echó al hombro.
Él apagó el fogón, tomó unos cuantos pesos que tenía guardados en un hoyo en la pared que habían hecho para tal fin tapado con una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y se ciñó un pequeño cuchillo a la cintura “por si las dudas”.

Los dos se hincaron ante la imagen, rezaron con las manos entrelazadas, salieron de la humilde cabaña y tomaron el empedrado camino que los llevaba a la carretera para emprender su inesperado viaje hacia la tierra prometida, la frontera destino de aventureros y desesperados como ellos sin idea de cómo y por donde cruzar, pero con la fuerte convicción de que era la última esperanza de conseguir algo para vivir o terminar como muchos otros muertos en el trayecto, pero eso si, juntos. Ambos con una vida llena de desilusiones y pobreza, emprendieron el camino que los llevaba como a muchos antes que ellos pero aquellos eran fuertes, aquellos otros eran jóvenes buscando la tierra prometida. Para ellos, esta era su última esperanza. El, con sus 70 años a cuestas, ella, apenas de 68.

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