Yo conocí a Juan Rulfo; apareció en mi vida súbitamente y por un medio tan poco utilizado por un personaje como él, considerado todo un intelectual, que aun ahora las dudas llenan mi cabeza respecto a su identidad.
Lo conocí, escritor aficionado, si, pareciera absurdo, pero era aficionado, enamorado de las letras, buscador de su amada, esa que sería la real, la verdadera, se declaró relator de ficciones y fantasías vividas.
Era ya mayor cuando lo conocí, me sorprendieron sus escritos tan lejanos y diferentes a los anteriores, a los que de niña leía en la escuela, me sorprendió su voz, tan diferente a la suya, me atrapó su nick tan compacto y diferente a su nombre, a ese nombre conocido por todos, probablemente en el quiso encerrar algo de su art (si está bien escrito, llegué a la conclusión de que daba nombre a su arte en inglés o , por extraño que parezca, era aficionado a los westerns).
Conocí a Juan y me enamoré de él poco a poco, tras algunas pláticas nos hicimos amigos y terminamos siendo; nada. Porque quien ama de verdad no pide nada a cambio.
Él me atrapó con su voz, me conquistó con sus historias; fue quien me alentó a escribir, a sacar todas estas fantasías que me rondaban en la cabeza y plasmarlas en hojas, a compartirlas y exponerlas a la comunidad de este cibermundo en el que nos conocimos.
Si, este Juan que conocí era especial y nos conocimos más a fondo en esa noche especial.
Prometió escribir una obra en mi piel, firmarla con sus besos y difundirla por todos los rincones de mi alma con su ternura. Creo que ha sido la obra más bella que he conocido de Juan, aunque después de esa noche ya no le llamé más por su nombre, él dejó de ser para mi Juan, sólo fue mío y no, los dos en uno y a la inversa.
Aun ahora no lo creo, aun ahora no me cabe en la cabeza, pero esa noche, esa nuestra noche en que fui su obra y él mi maestro, a Juan le tembló la mano. Le tembló al firmar el pase de entrada al paraíso en ese hotel en donde quedó plasmada la historia que compartimos y donde él la estampó con sus largos dedos sobre mi piel.
Poco después supe que Juan Rulfo no tenía bigote (nunca lo tuvo), es más, me enteré que ya hacía muchos años que había muerto y que nunca escribió nada sobre algún faro ni las cartas de un descuartizador.
Aun así, me queda grabada en la memoria esa imagen de mi Juan, de ese que fue mío y a quien por nervios, emoción o duda por lo venidero, le tembló la mano al estampar su nombre, JUAN RULFO, en el registro de nuestro efímero nido de amor.
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